Mucho antes de contactarme con Villoro había decidido el nombre de la entrevista: “Cuentos, falopa y fútbol para todos mis amigos”. Así, largo y a doble página. Pero no fue fácil ubicarlo. Llamé al diario Reforma, donde escribe actualmente, para solicitar su mail. Me contestó con mucha amabilidad, aunque descartó la entrevista porque estaba complicado de horarios. Esta fue mi respuesta: “Dediqué demasiado tiempo de mi vida al estudio de escritores uruguayos menores. La tarea, lo reconozco, era insufrible. Hace ya varios años abandoné un cargo en la Facultad de Humanidades de mi país y me dedico a trabajar en prensa, como fotógrafo o periodista. Llevo una vida más apacible. Conozco su obra y me interesa entrevistarlo. Estaré en México hasta fines de setiembre y esto me importa. ¿No habrá alguna forma?” Villoro es un escritor y periodista mexicano nacido en 1956. Entre otras distinciones, ganó el Premio Herralde por su novela El testigo. Es un todoterreno de las letras y difícilmente alguien pueda estudiar la historia de la literatura latinoamericana actual sin detenerse en su obra. Su escritura mejora a la propia literatura y a muchos lectores. Todo, con mucho placer y sin presunciones. La entrevista fue en un café de Coyoacán.

- En 1980 publicaste La noche navegable, un libro que recoge historias sobre la amistad, el amor o la traición en la juventud. Son textos que vuelven a la niñez, donde todo parece más seguro o apacible. ¿Qué lugar ocupa la adolescencia en tu literatura y cuáles son los cambios que observas en tu obra con el paso del tiempo?
La adolescencia ocupó un papel muy importante en mis primeros textos. En alguna ocasión escribí sobre un personaje que de los doce a los veintidós años tuvo diez y seis. Alguien que había llegado antes y salido después de la adolescencia. Y en cierta manera es una frase autobiográfica. Viví en la Colonia del Valle, una zona con una rica vida callejera vinculada a la cultura rockanrolera. Todo el mundo oía música y quería vestirse de manera más o menos pop o hippie. Era un despertar colectivo importante. El entorno de los años 70 de la cultura pop representaba una opción liberadora para México, un país católico, conservador y orientado a una moralidad bastante severa, donde había un único partido político que ganaba las elecciones. De pronto empezó a haber chicas en minifalda, un movimiento de rock que cantaba en español, una literatura -aquí se llamó la literatura de la onda-. Su principal exponente fue José Agustín, nuestro Jack Queroac, el gran escritor de ruptura contracultural y el primero que leí con devoción. De modo que mi llegada al cuento y a la cultura está muy permeada por las ilusiones contraculturales y colectivas de una generación. Y desde luego, como suele suceder con esto, me estacioné algún tiempo ahí, tardé en salirme. Mi primer trabajo fue escribiendo los guiones de radio de un programa de rock llamado El lado oscuro de la luna y esto reforzó mi inclinación a la contracultura. De modo que la adolescencia jugó un papel muy importante. La noche navegable es un libro de ritos de paso, un ejercicio de inocencia donde los personajes descubren experiencias que viven por primera vez. No podría volver a escribir un libro de ese tipo por la sencilla razón de que no se puede repetir lo iniciático. Son epifanías que se agotan en sí mismas.
- Parecería que varios de tus libros están influenciados por una cultura rockera, alternativa.
Espero que la música haya influido en mi ritmo como escritor porque toda literatura depende de una musicalidad. Tengo muy presente el sentido del ritmo, la percusión, la forma en que las palabras pueden actuar de manera sincopada. Una cosa que me acercó al rock fue paradójicamente la dificultad de acceso al material. En México había una percepción difusa de lo que pasaba en norteamérica. De pronto una estación de radio transmitía las canciones que alcanzaban popularidad, que en aquella época podían ser temas de ruptura compuestos por Moody Blues o los Doors. La moda se impregnaba de nuevos gestos, la cartelería de algunos comercios se volvía repentinamente psicodélica. Pero tampoco existía la posibilidad real de entrar en contacto con los grandes grupos, conseguir sus discos. La economía no estaba globalizada y no había ninguna posibilidad de conseguir verdaderamente los “mensajes de la tribu”. Existía una rumorología que indicaba que un grupo llamado Incredible String Band había influido en Bob Dylan; o que el mismo Dylan había visitado a Woody Goodfry en el hospital. Pero ¿quiénes eran?. En todo México no había un disco de ellos a la venta. Entonces, crear las redes para conseguir esos discos y buscar la información fue lo que más me enganchó. La posibilidad de acceder a un saber que aparentemente estaba en el aire pero que muy pocos detentaban. Cuando finalmente conseguías el disco se creaba la sensación de que lo merecías. Después del 68 los grandes conciertos de rock prácticamente se habían prohibido. El rock mexicano se había desclazado, refugiándose en zonas muy proletarias, antiguas bodegas de zapatos o muebles con muy mala acústica. El rock en México estaba pasando por muchas dificultades, pero al mismo tiempo influía de manera secreta e indirecta en nuestras vidas. Las chicas se cortaban el pelo como twiggy y nosotros como George Harrison. Entonces, acceder a esa cultura tenía un valor de safari cultural. Es posible que el acceso del mundo actual a la música me hubiera alejado. No tengo los cromosomas del crítico de raza. Soy alguien que para entrar se disfrazó de crítico. Y lo abandoné cuando las historias se acabaron.